Proeza disléxica

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Cuando era niña me gustaba un libro que se llamaba Cuatro letras se escaparon de Eduardo Robles Boza.

Nunca entendí la razón por la que me causaba tanto interés, pero ahora que soy adulta entiendo qué era lo que me gustaba del libro: hablaba de la resiliencia.

El libro habla de cómo un grupo de letras se niega a seguir las reglas, se niega a aceptar que sólo pueden formar una idea negativa «PERO»; al final de la historia, las letras logran su cometido aliándose con otras dos y juntas crean la palabra «PROEZA».

Este, y no otro, fue el primer libro que sentí que no entendía, incluso muchos años después no entendía por qué me costaba tanto trabajo leerlo ¡era un libro para niños! Los personajes eran letras, y esto que aparentemente es irrelevante y sencillo de entender me causaba problemas porque cuando en la historia se presentaban las posibles combinaciones de las letras, mi dislexia no me permitía entender cuál era el problema entre «EROP» y «ROEP».

Cuando tienes dislexia asumes que todos aprenden igual que tú, supones que para todos es claro que «EROP» y «ROEP» son la misma cosa, que «PERRO», PERO» y «PEOR» son prácticamente la misma palabra. Es muy duro cuando te das cuenta que los demás sí pueden leer y encuentran algo distinto a lo que tú ves, cuando resulta que eres deficiente, estúpido, que estás discapacitado, y luego alguien al fin te dice: «tienes un problema de aprendizaje» que suena a sentencia de muerte para tu futuro académico. Porque no puedes leer  los signos  >  y  <  sin dudar durante algunos segundos, porque la gente se ríe si te dice que vayas a la derecha y tú te vas a la izquierda, porque sabes que si te ponen a leer en voz alta lo más seguro es que te equivoques.

Cada disléxico es diferente, pero seguro es que todos tenemos historias parecidas que nunca compartimos porque sentimos vergüenza o porque sufrimos acoso incluso de profesores o de nuestros padres. Mi proeza al final fue leer el libro y no sólo ese, sino muchos, muchos otros.

 

Le falta chile

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Entre los mexicanos es también símbolo de identidad y parte indispensable de nuestras comidas en familia, por ello un taco sin salsa, no está completo; y una salsa sin picor, simplemente no es salsa. 

 Karina Moreno Rojas

 

Yuri de Gortari prepara mole y explica que la palabra «mole» significa «salsa» en náhuatl y que las salsas son el alma de la cocina mexicana.

Yuri coloca en el molcajete muele la sal, agrega los chiles asados, machaca, aplasta, muele, los violenta amorosamente y agrega jugo de naranja agria, una deliciosa salsa tamulada de  chile habanero, típica de la comida yucateca. El resultado es una preciada sustancia que acompaña en su máxima presencia a los tacos de cochinita pibil. Aquí sí, póngale salsita a su taco, póngale cebolla encurtida. Se vale.

Lejos de mi país, la forma de verificar la autenticidad de un restaurante  mexicano es probar las salsas, las tortillas y los totopos por sí solos. Si usted podría ir a ese lugar sólo por esa salsa, esas tortillas y esos totopos, felicidades, ha usted encontrado un negocio al que vale la pena regresar, independientemente de la comida que ofrezcan.

Pero mientras la imagen de Yuri repite hasta el fin de los tiempos la operación de machacado en su video de Youtube, un mexicano en algún lugar del mundo está  poniéndole salsa Valentina a una pasta con mariscos en un restaurante italiano. Toda la grandeza de la comida mexicana y su cultura se opaca cuando alguien dice que «le falta chile» a un platillo que no lo lleva.  Alguien saca del refrigerador una salsa que hace unos días burbujeaba bajo el sol y se la pone a sus alimentos con harta felicidad porque «está bien rico el chilito».  Y yo me pregunto ¿de verdad le falta chile a la comida?

Lo más normal en los mostradores de condimentos del cine no es un dispensador de mantequilla derretida o de pepinillos, sino encontrar salsa de tomate (catsup/ketchup o como quieran llamarle), mostaza, jitomate, cebolla y chile jalapeños picados y por supuesto, salsa picante, nada mejor para acompañar unas hermosas palomitas de maíz. En una tiendita de la esquina (si es que FEMSA no las ha desaparecido en el barrio) el artículo más vendido a granel no son los frijoles o las croquetas del perro, son los chiles jalapeños en escabeche que los trabajadores compran por cinco pesos para acompañar su lonche de frijoles con queso. He ahí la gloriosa lata perpetuamente abierta con 2.8 kilos de jalapeños.

El paladar mexicano gira alrededor del chile. Pero yo sigo re-educándome porque si quiero saborear un platillo picante, pido algo que lo contenga: Aguachile, mole, torta ahogada, pido un chile toreado y le pego una mordida, así, a lo valiente (y luego me arrepiento con lágrimas en los ojos, moqueando y con la lengua de fuera).

He trabajado conscientemente en cuestionar el acto mecánico de echarle chile a todo porque creo que para apreciar cosas complejas primero hay que explorar las cosas en su simplicidad. El chile no es el santo redentor de un platillo insulso, el chile no es el centro del mundo, ni siquiera en la gastronomía mexicana. El maíz lo es. Si condimentar implica realzar el gusto de un alimento, entonces, en muchos casos el chile se utiliza para enmascarar el gusto, igual que la sal y el azúcar.

A veces a la comida, no, no le falta chile. Y eso está bien.

Poesía de ordenador

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<p>Para las computadoras<br>los versos de un poema<br>son una línea de código.</p>

El mejor taco

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En los barrios tradicionales de México, las tortillerías tienen en el mostrador un molcajete de salsa y un salero, para que los clientes entretengan la tripa con un taco de sal o de salsa, algunas incluso ofrecen frijoles. La mujer que despacha las tortillas calcula con increíble precisión el peso que le indico antes de poner las tortillas en la báscula y me ofrece una tortilla «para que se haga un taco», me dice. Ese taco, entre la expectativa que genera el olor de la masa de maíz cruda y cocida que envuelve tortillería, siempre será el mejor de todos por su simpleza: Una tortilla de maíz recién hecha y un poco de sal.